¿Celulares en la escuela? Pregúntele a los maestros
- Irma Villalpando
- 24 feb
- 6 Min. de lectura
A partir del 20 de febrero, por instrucciones del gobernador Mauricio Kuri, Querétaro se convirtió en el primer estado en nuestro país que prohíbe el uso de celulares en las escuelas. Esta decisión se suma a un buen número de países que han implementado medidas de este tipo. Francia lo ha hecho con reglamentos detallados así como gran parte del territorio de Australia, entre otros.

Este tipo de medidas aviva una serie de posicionamientos sociales unos a favor, otros en contra, y otros más con matices entre ambos. Quienes se oponen lo hacen con argumentos varios que van desde la idea que no es la escuela sino los padres los responsables de los celulares en manos de sus hijos, hasta quienes consideran que la medida es una carga más a las tareas que de por sí ya tienen en exceso las escuelas.
Una postura en contra de la prohibición proviene principalmente de las empresas proveedoras de esta tecnología o de soluciones tecnológicas en las escuelas que argumentan los efectos positivos de su uso para el aprendizaje. Por su parte, el mundo de la academia se divide entre posturas vacilantes o determinantes para permitir o no su uso. Los vacilantes argumentan que no hay consenso del papel positivo o negativo del uso de celulares con fines de aprendizaje mientras que los determinantes afirman que las investigaciones de la academia independiente (no auspiciada por empresas tecnológicas) son contundentes al documentar los efectos dañinos, tanto al aprendizaje como a la salud mental de los estudiantes. En esta batalla observo que cada día son menos los pedagogos o académicos que defienden el uso de celulares en las aulas.
Un informe de la OCDE, proveniente de los análisis de la prueba PISA 2018, sostiene no sólo que no existe una relación positiva entre uso de tecnología y mejora de los aprendizajes sino que en algunos casos la relación es negativa: a mayor tecnología, menor aprendizaje..
Fuera de los razonamientos sobre el uso pedagógico de las pantallas en el aula, es notable la línea de investigación proveniente de la psicología y las neurociencias. En este ámbito, el neurocientífico Michelle Desmurget es una referencia obligada para entender los efectos negativos a la salud mental y el desarrollo de las capacidades cognitivas por la exposición a las pantallas en niños y adolescentes. Recomiendo sus dos libros: Más libros y menos pantallas y La fábrica de cretinos digitales.

Fuera de este marco analítico externo a la escuela, de políticos que implementan prohibiciones o académicos que estudian los efectos del uso de pantallas, se encuentran los docentes. Quizá sean ellos una de las voces más autorizadas para hablar de lo que funciona o no funciona en la escuela. Andy Hargreaves (2014) recomienda a los sistemas educativos del mundo escuchar a sus maestros, apoyarlos y confiar en que ellos son quienes mejor saben sobre la vida escolar y el desarrollo de los niños. Son ellos quienes cuentan con la mejor información, de primera mano, sobre el impacto del uso del celular tanto para temas de aprendizaje como de salud mental y socialización.
En el mundo de las escuelas primarias y secundarias, públicas y privadas que conozco, no he encontrado un solo maestro que no se lamente por la distracción que provoca el celular en el aula y la complicación que esto conlleva para mantener la atención y el interés de sus estudiantes en las actividades de aprendizaje. Tampoco he encontrado a uno que haya logrado que sus estudiantes (recordemos que hablamos de infantes y adolescentes) “autorregulen” su uso en la escuela; es decir, que permitiendo su uso en el aula, únicamente lo ocupen para temas de aprendizaje.
Los niños y jóvenes son presas fáciles para desarrollar comportamientos adictivos con el uso de plataformas y redes sociales. Cierto es que en la adultez el riesgo continúa, pero como afirma Desmurget, el cerebro infantil es mucho más dúctil y maleable a las experiencias que vive. Los estímulos visuales, la rapidez de la información que se produce, los mensajes seductores y el placer de recibir “likes” desarrolla dependencia y en no pocos casos, ansiedad y depresión, sobre todo entre adolescentes.
La pandemia fue una experiencia social que quizá no hayamos sabido recuperar del todo. Recuerdo que después de casi dos ciclos escolares de tener cerradas las escuelas, al regreso, los estudiantes de secundaria presentaban diversos problemas socioemocionales como ansiedad, prácticas de autolesión (sobre todo las chicas) y dificultades atencionales. Los niños más pequeños regresaron con observables deficiencias en motricidad, desarrollo del lenguaje, socialización y con poco control corporal. En esos meses nos sensibilizamos sobre la importancia capital del espacio escolar para el bienestar de los niños, niñas y adolescentes.

Resulta relativamente sencillo, desde la academia o el escritorio, calificar a las medidas prohibicionistas como verticales o autoritarias y sostener que ello va en contra de la capacidad de autorregulación de los estudiantes. Discrepo por varias razones. La primera que la escuela básica es constructora, después de la familia, de hábitos positivos en los niños e inhibidora de negativos. Hábitos sociales como puntualidad, limpieza o aliño, organización y reglas de urbanidad deben ser practicados en la escuela ¿por qué? Porque Kant no se equivocó cuando afirmó que una buena manera para distinguir lo bueno de lo malo en la sociedad era valorar los actos pensando lo que sucedería si éstos fueran practicados por todos. Si todos tiramos basura ¿seríamos mejor o peor sociedad? Si llegamos tarde a todos lados o no respetamos hacer una fila ¿funcionaría mejor el mundo? Claramente no. Pero más importante aún son los hábitos de autocuidado que la escuela debe cultivar y en el tema de los celulares preguntarnos ¿qué es mejor para los niños, estar en pantallas o charlar con sus compañeros en clase y recreo?, ¿qué es mejor, estar en pantallas o atender la clase?, ¿qué es mejor, correr, hacer ejercicio o estar en pantallas?
Recientemente visité un aula de primer grado de primaria. Fue revelador observar a un grupo de 25 niños, de seis años promedio, atender medianamente las indicaciones de la maestra quien desarrollaba su clase con buena técnica de enseñanza. De pronto, para cambiar la actividad, la maestra dijo: “tiempo de bailar” para lo cual activó en Youtube un video con personajes en caricatura cantando y bailando. Fue asombroso presenciar la reacción inmediata de los niños a la pantalla, se pusieron de pie y dirigiendo la mirada al video bailaron y cantaron con mucho mayor disposición y atención que a la maestra. Al término de la clase, platiqué con la maestra y le compartí mi impresión del tema, me contestó: todo lo que venga digital, animales, cápsulas de información, vocabulario, todo, todo, les encanta en la pantalla. En este caso, la tecnología estaba en manos expertas, de la maestra, y, por ello, me parece que funciona bien el recurso. El punto aquí fue la diferencia de la capacidad atencional de los niños frente a la maestra y frente a la pantalla.
Prohibirles o limitarles a los niños algo no atenta contra su autoestima ni sus derechos. La psicología infantil y del desarrollo tiene una larga tradición de investigación experimental sobre lo pertinente que resulta para la formación del carácter y el desarrollo de una personalidad sana, los límites que le dicen NO al deseo. Baste recordar The marshmallow test de los años sesenta que se convirtió en un paradigma para la orientación paterna y el trabajo con niños. En dicho experimento se observó que los niños que practican durante su infancia experiencias de postergación del deseo o de recompensa construyen, en su adultez, una personalidad más segura y de mayor autocontrol.
Considero positiva la tendencia mundial sobre la prohibición de que cada niño lleve en libertad su Smartphone a la escuela. Necesitamos recuperar a nuestros niños, verlos crecer jugando, corriendo, charlando con sus compañeros y mejorando su atención a la clase. Para lograrlo, no sólo necesitamos leyes o prohibiciones sino el respaldo de los padres en casa, el de las autoridades educativas para habilitar las escuelas con tecnología e internet y la formación al magisterio para aprovechar didácticamente dichos recursos.

Si bien hay que escuchar a los maestros también hay que apoyarlos, después de todo, el bienestar de la niñez y juventud no sólo es tarea de ellos sino de toda la generación adulta: padres, maestros, directivos, gobernantes en turno y otros adultos con quienes interactúan. Que nos se nos olvide.
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